El hombre, flacón, algo desgarbado, con profundas ojeras, profusa barba renegrida y romántica melena; se apeó de la galera en el Fuerte del Azul. Lo recibió una banda de música vestida de gala. No era para menos, no todos los días se recibía al ministro de Guerra y Marina. Este era Bartolomé Mitre, por ese entonces, una de las figuras más importantes del gobierno, y tal vez la que ostentaba el porvenir más brillante dentro de los políticos de la Nación.
Un tema preocupante lo llevaba al Azul: el azote de los constantes malones e invasiones indígenas. Al respecto, Mitre lo tenía bien claro, con los indios había que utilizar el “argumento de la espada” tal como él lo denominaba. Y, si sus subordinados no resultaban competentes para hacerlo valer, tal como lo confirmaban los hechos, debería hacerlo él mismo. Esa fue la razón por la cual se dignó a bajar del Olimpo porteño para dirigirse hacia la sede de la Comandancia de Fronteras de la Sección Sud.
Cuando la humareda musical se desvaneció en el aire, Mitre tomó la palabra y, jactancioso, declaró ante todos los presentes, agitando un pequeño látigo, que le bastaba con esa pequeña arma para derrotar a los indios. Afirmando luego contundente: “Respondo hasta de la última cola de vaca de la provincia que de hoy en adelante roben los salvajes”. La ovación fue apoteótica. Envalentonado, seguido de su propio séquito y de los vecinos más notables, se alojó en la Comandancia de aquel fuerte de paredones de adobe, dedicando los días subsiguientes a pergeñar la estrategia que desembocaría en una completa derrota de los altaneros aborígenes.
Pero, la realidad en la frontera era otra y pronto mostraría su verdadero rostro. Mitre armó un ejército y partió de Azul hacia el Sur, en dirección a la actual ciudad de Olavarría. Era un día cualquiera de mayo de 1855. Horas más tarde, oculto en un valle entre las sierras vivaqueaba el pomposamente denominado Ejército de Operaciones del Sur. Se charqueaba y se bebía algo fuerte para entrar en calor porque la noche era helada. La orden era no encender fuegos para no ser descubiertos por los Pampas. Por eso, la tropa había marchado dando largos rodeos, a la espera de que Laureano Díaz y su ejército que venía desde el Noroeste, del Fuerte Cruz de Guerra, llegara a destino. Entonces, ejecutando un movimiento envolvente de pinzas, destrozar las tribus de Catriel y Cachul.
Sin embargo, antes del ataque, los baqueanos, confundieron las distancias perdiendo un tiempo precioso y alertando a los indios. La toldería empezaba a movilizarse, cada cual buscaba su pingo de combate, atado a estaca cerca del toldo, para enfrenarlo y ensillarlo.
El momento de gloria se acercaba, Mitre podía palparlo. Estaba al frente de un ejército que doblaba en efectivos al de sus enemigos, tenía la ventaja del número y la del armamento. La derrota era sencillamente, un imposible. Serían casi las siete y media de la mañana, cuando la potente nota del clarín tocando a la carga desgarró las últimas hilachas de niebla de la mañana. Un bosque de jinetes cayó sobre la toldería sableando todo lo que se les pusiera por delante. La caballería indígena aguantó todo lo que pudo hasta que retrocedió aplastada por el número. Mitre sonrió aviesamente, no cabía duda, aquél sería el día de una brillante victoria. A él le tocaba en suerte ser el paladín de la civilización pulverizando a las hordas de la barbarie, observando la retirada de los indios, visualizaba ya en su mente, los titulares de los diarios de Buenos Aires celebrando la grandeza de su gloria.
Pero, la cosa no era tan fácil. Los indios resistieron y la batalla duraba horas cuando la infantería pudo formar en cuadro y resistir, aguantando como podía los embates indígenas y la lluvia de bolas perdidas que caían sobre ellos. El ministro se desgañitaba gritando que era imperioso tomar la pequeña sierra que daba nombre al paraje, la “Sierra Chica”, y fortificarse allí, de no ser posible, serían quebrantados por la velocidad de la caballada aborigen. Prosiguieron así, hasta que envuelta en un bosque de sombras comenzaron a desvanecerse las luces del día. Ambos ejércitos dejaron de combatir y esperaron el arribo de la noche. El fin de la jornada había transformado al contingente invasor de casi vencedor a convertirse en un ejército sitiado, en la cumbre de la Sierra Chica.
Con los primeros claroscuros del alba, empezaron las escaramuzas. Pequeñas reyertas sin importancia que se sucedieron a lo largo de la mañana, envueltas en la persistencia de una llovizna helada. Hasta que se escucharon los sones de una tropa de quinientos hombres que se aproximaba al campo de batalla, pero no eran soldados huincas, era indiada del temible Calfucurá. El ministro de Guerra y Marina palideció de angustia. La suerte estaba echada. Únicamente les quedaba una posibilidad, la de, en mitad de la noche que ya se avecinaba, intentar romper el cerco, y de lograrlo, regresar al Azul amparados en las tinieblas. Era eso o perecer en aquél pináculo pelado y horrible, empapado por la lluvia, la sangre y los orines del otrora pomposo Ejército de Operaciones del Sud.
Mitre ordenó dejar encendidos varios fuegos, las dos carpas del estado mayor en pie, y la mayoría de los caballos echados y maneados alrededor de las fogatas, haciendo bulto. Con la ilusión de que los indios creyeran que el ejército todavía permanecía allí, dispuesto para la batalla del día siguiente. Se manearon y envolvieron en trapos espuelas y sables para no hacer el más mínimo sonido. Hacia las nueve de la noche, las primeras columnas empezaron a deslizarse, a pie, hacia la negra boca de la oscuridad. Tan sólo tres o cuatro de los caballos más mansos llevaban, enancados, a los heridos graves. Arrastrándose como un gigantesco gusano, el Ejército de Operaciones del Sud, se desvanecía en la noche.
Fantasmagóricas siluetas avanzando entre un reguero de pajas cortaderas, con el miedo atroz de no despertar la toldería dormida a sus espaldas. La reverberación de los fogones iluminando fugazmente los rostros en vilo de los milicos. La marcha de varias leguas fue interminable. Avanzaba la columna exhalando un coro de gemidos y lamentos. Cuando los últimos terminaron de atravesar el arroyo Nievas, se largó a lloviznar. Lágrimas de frustración y dolor, se confundieron con las gotas de la lluvia.
El amanecer de un color gris plomo, los halló a las puertas del Azul. Entre dos luces, los vecinos del poblado vieron reptar entre el lodazal de las callejas, a Mitre y a sus hombres. Siluetas difusas y fantasmagóricas, que caminaban arrastrando los pies con las cabezas gachas. Los heridos aullando de dolor encima de los sufridos “patrios”. En los días subsiguientes, los periódicos de Buenos Aires reprodujeron el parte del Ministro de Guerra detallando la derrota de Sierra Chica, episodio del que se cumplieron en mayo pasado la friolera de 170 años.
El autor es arqueólogo